Vínculos y madurez afectiva



Fuente original. Fecha: 5 octubre, 2010  Autor: Sannuti, Ángela

Uno de los mayores sufrimientos en nuestra manera de relacionarnos son las serias dificultades en la comunicación. El crecimiento emocional y la madurez afectiva son la base de las relaciones sanas y de una sociedad madura. En la verdadera comunión anida el cambio más potente.

“En nuestra sociedad contemporánea, el ser humano se ve cada vez más privado del reconocimiento esencial que implica la confirmación afectiva de su existencia” Frans Veldman

La vida afectiva humana, con sus interacciones, relaciones y su problemática intrínseca, es la trama que sostiene al mundo en todas sus esferas, tanto privadas como públicas. Sin embargo, las potencialidades afectivas son frecuentemente asfixiadas, subestimadas, descuidadas, cuando no ignoradas. Madurar y crecer son, antes que nada, tareas individuales, y su reflejo más fiel se proyecta en el espejo de la sociedad.

No se puede evolucionar y crecer como ser humano íntegro sin desarrollar y madurar emocionalmente. No hay sociedad madura sin individuos íntegros. La inmadurez política, social y educativa que rige nuestra cultura es expresión de la inmadurez emocional de los individuos que la integran; bajo la apariencia de adultos, la gran mayoría son seres que evolutivamente apenas superan la temprana niñez o pubertad (1).

Desarrollar el núcleo más íntimo de nuestro ser, desplegar la propia identidad como la capacidad de formar y mantener relaciones constituyen las propiedades más importantes de todo ser humano.
Identidad y alteridad son las dos caras de una dimensión primaria de la existencia humana. Si un ser se transforma verdaderamente en adulto, si la persona alcanza cierta libertad, es también libre en sus comportamientos y esto implica una fluidez de roles y responsabilidades en las relaciones interpersonales. La capacidad de amar profundamente y establecer auténticas relaciones humanas es esencial.

También somos capaces de crear distintos tipos de relaciones y éstas adquieren muchas formas: relaciones superficiales y sin un verdadero contacto, patrones adictivos en los vínculos que bloquean la individualidad o distorsiones y perturbaciones en la comunicación.

Pero lo más importante pasa inadvertido: psicológicamente, seguimos prolongando la temprana dependencia emocional de la infancia y con este trasfondo psíquico encaramos el mundo y la vida misma. Vivir es complejo pero gran parte de lo penoso y de lo conflictivo es consecuencia directa del estado de inmadurez psicológica en que nos hallamos y que ni siquiera es advertida como tal.

Los tiempos de la vida

Si el destino natural de todo ser humano es crecer y madurar: ¿por qué se torna tan difícil alcanzar una verdadera madurez afectiva? Muchos ni siquiera se lo plantean; viven tan ocupados por alcanzar estas meramente externas como el éxito, el poder, el dinero y el reconocimiento que nunca logran relacionar sus ansias y sus angustias profundas con la falta de crecimiento afectivo y espiritual. Y muchos otros atesoran el anhelo de madurar y evolucionar, pero son tantos los escollos que encuentran que, confundidos, frustrados o resignados, claudican en la búsqueda interior o bien consumen fórmulas mágicas y ajenas que, inevitablemente, alejan y desvían del propio camino vital.

La vida es un drama formativo; drama entendido como el desarrollo de experiencias vitales y simbólicas que señalan el pasaje de una etapa a otra de mayor madurez, de integración y autoformación.

“Los jóvenes saben que, para honrar la vida que les han dado sus padres, deben dejar al padre y a la madre, ir al encuentro de la sociedad y, lejos del hogar paterno, asumir su feminidad o su virilidad.” Françoise Dolto

 El camino de la madurez es un proceso de diferenciación e individuación psicológica; para crecer y madurar como verdaderos seres libres e íntegros es necesario separarse emocionalmente de los padres. Ningún ser humano puede ser atributo, objeto o complemento sometido a la dependencia de otro.

Cuántos hijos están cerrados a su propio deseo y vitalidad por padres que los agobian con solicitud abusiva y mandatos esclerotizantes. (2) El mayor don que pueden brindar los padres –verdaderos o sustitutos– a los hijos es separarse y diferenciarse de ellos –“cortar el cordón umbilical”– para que puedan acceder a su propia identidad, a un desarrollo emocional individual.

No sólo los hijos deben “dejar al padre y a la madre”, sobre todo, son los padres quienes deben dejar ir a los hijos. Algunos padres –muy pocos– permiten el crecimiento y la apertura a la vida, pero la gran mayoría, debido a estructuras familiares rígidas y a carencias emocionales propias, frenan el proceso natural de separación y diferenciación que todo crecimiento conlleva.

De este modo, se crece en la tensión y la culpa y, sin saberlo, bajo un estrés crónico que será la base de muchas relaciones emocionales perturbadoras. La mayoría de las personas siguen siendo psicológicamente hijos –“los hijos de la infancia”– y la mayoría de los padres continúan ejerciendo el rol de “padres de la infancia”. Así, la relación entre padres e hijos permanece anclada en los primeros años infantiles o, en el mejor de los casos, adolescentes. (3)

La inmadurez de la relación entre padres e hijos sigue vigente a lo largo de la vida –por esto sigue siendo una relación conflictiva– y se proyecta en todas las áreas del mundo adulto. En gran parte de la sociedad los roles que deberían ejercer adultos cabales están en manos de “niños dependientes” o “adolescentes desbordados” emocionalmente –aunque en apariencia posean atributos de poder y autoridad–. ¿Queremos realmente madurar? Desde el punto de vista físico, no tenemos otra opción, pero en lo que atañe a lo psicológico y espiritual, podemos decidir detenernos, no atravesar el próximo portal y, aunque aparentemente avanzamos, en un nivel más profundo hemos dicho “no”.

Cada etapa concluida es el fundamento de la siguiente. Confiar en los tiempos de la vida y sus oportunidades para crecer y madurar nos otorga la seguridad básica y fundamental para vivir.
¿Cuándo nos convertimos en adultos? Cuando encontramos en nosotros nuestra verdadera fuente de vida y creatividad; cuando llegamos a ser nuestra propia madre, nuestro propio padre y, por lo  tanto, nuestro propio hijo. Si somos suficientemente libres, autónomos y fuertes, aprendemos a relacionarnos de un modo más sano y maduro, sin crear funestas dependencias y ataduras.

Lo mejor que se tiene*

No somos conscientes de todo lo que significa la prolongación emocional de nuestra infancia. Las mayores dificultades en los vínculos se hallan ancladas en el mundo de las vivencias infantiles; vivencias dolorosas no superadas y que se recrean en los estados emocionales incomprensibles en la vida cotidiana de un adulto. ¿Qué es una neurosis? El conflicto infantil básico que subsiste y es transformado en un sufrimiento crónico junto a actitudes repetitivas ante los nuevos desafíos vitales. Los conflictos y traumas de nuestra historia personal que no han sido superados, vuelven a expresarse bajo una repetición implacable, cada vez más compulsivamente. Desentrañar la mezcla de pasado y presente es el verdadero trabajo de la madurez.(4) Una persona madura, afectiva y  espiritualmente, vive en el presente.

Siempre que se entra en contacto con el otro, uno se encuentra a sí mismo en él, y éste se convierte en nuestro espejo. En el espejo de nuestras relaciones es donde más aprendemos acerca de nosotros.

“Cada uno quiere salvar su alma, sus cosas, cuando lo que tenemos es el otro. Y el otro es nuestro espejo humanizante.” Gerard Mendel

Todos somos seres de relación y nuestro anhelo más profundo es comunicarnos. Las comunicaciones son lo que uno comparte y en cada uno existe un fuerte impulso a comunicar nuestras experiencias. La comunicación es una situación de interacción y de mutua respuesta; condiciones esenciales para que se desarrolle un placer recíproco entre quienes se comunican.

La capacidad de hablar es una de las cualidades fundamentales del ser humano. Pero hay mucha “charla hueca” para ganar afecto y nuestra manera de comunicarnos tiene más que ver con un proceso de aturdimiento mutuo que de escucha y profunda percepción. Cuando las personas se ven entre sí claramente, se alienta la profundización del ser.

Psicológicamente, aprender a hablar es aprender a dar voz a los propios sentimientos y necesidades, y al infinito universo que albergamos dentro. Tragarse los sentimientos y permanecer en un silencio forzado es retener interiormente la espontaneidad vital y entumecer el alma.

Hay muchas maneras de evitar el contacto pleno con lo profundo y auténtico de uno mismo, lo cual impide tener un corazón abierto para entrar en contacto con el otro. Todos nos defendemos por miedo. Por miedo hay quienes congelan y bloquean su afectividad; otros viven en una explosión irruptiva e indiscriminada de sus emociones –pánico dirigido hacia afuera–; y están los que viven sumergidos en una implosión de sentimientos, cerrando el contacto exterior a fin de preservar su mundo interno –pánico dirigido hacia adentro–.

Hay quienes introyectan y aceptan las opiniones de los otros sin ningún discernimiento y sin prestar atención a lo que ellos mismos sienten; y hay quienes viven proyectando, atribuyendo a los otros características que no están dispuestos a reconocer en ellos mismos, proliferando culpas y acusaciones.

¿Cómo podemos amarnos cuando tantas veces nos detestamos y proyectamos en los demás lo que detestamos? Mirar afuera y verse dentro, la actitud de enfrentar claramente a los otros y a uno mismo es la cualidad más preciada de la madurez. Lo mejor que se tiene no son las virtudes adquiridas ni los logros alcanzados; en el verdadero contacto con uno mismo y con los otros –no hay anhelo más profundo– se da un estremecimiento de autenticidad y un relámpago de reconocimiento de la vida con sus dones.

El misterio de dar (**)


“La mayoría de las personas viven en un desierto emocional y no lo saben o viven sin profundidad, pasando por alto la verdadera vida. Y el amor en vez de darse, se exige”. Clarice Lispector

¿Qué queda del amor cuando la idealización, la negación de la verdad, la dominación y el control, los sentimientos de culpa y el fingimiento son los componentes de un vínculo que nos obliga a funcionar con una máscara y sin una verdadera comunión? Esta relación distorsionada y enmascarada es la que se entiende universalmente como “amor”. El amor por obligación no es amor; cuando en una comunicación auténtica se aspira a reconocer, admitir y compartir sin miedo lo que se es y se siente, uno se desprende de todo lo que es mentira e hipocresía. En toda relación siempre hay un intercambio, hay algo que se toma a cambio de algo que se da. El misterio de dar no se puede escindir del don de recibir. Irradiar sin empobrecerse es algo de lo que sólo son capaces quienes poseen un corazón libre y abierto.

(*) Título de una novela de Griselda Gambaro.
(**) Título de una pieza teatral de Griselda Gambaro.
1. Los graves conflictos con su consiguiente deterioro en la vida política, social y educativa de la sociedad, reflejan el grado de inmadurez de nuestros vínculos, cuyo nivel de dependencia pasa a ser un comportamiento parasitario, basado en el mutuo uso y explotación.
2. Familias en las que los hijos aceptan con una “sonrisa de buena educación” las obligaciones tácitas e internalizadas de someterse a las “reglas familiares” para sostener la supuesta “unidad de la familia”, sofocando el crecimiento emocional y traicionando la propia adultez.
3. ¿Cómo pueden los padres tolerar que sus hijos crezcan, cuando ellos mismos no han superado el umbral de la niñez o adolescencia?
4. Quienes no experimentan o niegan el poder del inconsciente, encuentran ingenuo intentar comprender la actividad adulta desde la perspectiva infantil.

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