Por esas casualidades del destino, Luis, que sabe que fumo y armo mis propios cigarrillos, encontró en el colectivo un paquete de despuntes y tabaco Avanti. Y el recuerdo surgió de ese baúl inmenso de la memoria materializándose en la figura de mi Tío Victorio, un pariente (amigovio amante oculto —nunca se supo— de mi tía Teodomira) conocidos de muchos años atrás, cuando vivían en un conventillo de inmigrantes y que continuaron toda su vida juntos en distintas casas de alquiler por Chacarita viviendo en habitaciones separadas. Victorio era un tano de ley, un estereotipo del sainete, con su pipa y su olor fuerte a tabaco, sus discos de pasta de Tito Schipa, su amor por la ópera, la canzonetta y los relatos infaltables de la guerra del catorce en donde él había participado y donde también conocía Albania pero que, en los últimos años de su ancianidad digna, mezclaba con la serie del zorro que veía y del cual era fanático. Esos recuerdos imborrables y fascinantes para la mente de una niña