La De-construcción de la Masculinidad


La De-construcción de la Masculinidad por las Manifestaciones de la Diversidad Sexual en el Occidente Contemporáneo

Carlos Fonseca[1]

La masculinidad tiene su base más profunda en la creencia de que los hombres son poseedores privilegiados de un secreto que les concede la supremacía sobre las mujeres. Por lo que éstas son apartadas del contrato arbitrario que acuerda la fracción masculina. Bourdieu (2000) advierte que ser hombre es encontrarse en una posición de poder. Para Kimmel (1997) la definición hegemónica de virilidad es un hombre en el poder, un hombre con poder, y un hombre de poder. Se asocia la masculinidad con ser fuerte, exitoso, capaz, confiable, y ostentando control. Tal definición desarrollada por la cultura perpetúa el poder de los hombres sobre las mujeres y particularmente sobre las minorías sexuales y raciales.

El dominio masculino legitima el uso de la fuerza, la autoridad para controlar la naturaleza y ser el representante del mundo. La visión androcéntrica le atribuye la capacidad de ejecutar el mando hegemónico con la justificación de que la naturaleza ha concedido una diferencia anatómica que determina una distinción cultural. El determinismo biológico es la justificación para creer que el hombre es más fuerte, más inteligente y más capaz. La mera existencia de un órgano viril externo establece la excusa para la división sexual del trabajo, la exclusión de las mujeres de la ciudadanía y el ámbito público. El hombre no sólo debe ser masculino, más aún debe parecerlo. La raíz etimológica de varón es del latín vir: macho, hombre, pero también virtuoso. Sin embargo, los hombres se encuentran en la disyuntiva continua de ser demasiado hombres o no serlo suficientemente. Si abusan de la demasía pueden cometer actos vandálicos, misóginos, homófobos y agresivos, aún en contra de sí mismos como poner en riesgo su vida con el objetivo de mostrar su frágil virilidad. Y si los hombres no manifiestan suficiente fuerza temen no ser considerados bastante hombres. Se sabe de dos niños que vivieron en un mundo salvaje durante los primeros años de sus vidas en el siglo xix, fueron criados por animales y posteriormente encontrados por Malson (1964: 81-82) que escribió sobre ellos. Estos niños mostraban dificultades para distinguir lo masculino de lo femenino. Uno de ellos preguntaba “¿por qué no puedo vestirme con falda si es más vistoso y me gusta más?”. El otro no diferenciaba entre los atributos femeninos de las características masculinas. La educación no contribuyó a adquirir los patrones tan marcados de género que caracterizan a la mayor parte de la sociedad humana. Algunas sociedades como la tahitiana no mantiene una diferenciación de género tan estricta como en la cultura occidental en la cual desde antes del nacimiento la estructura de género está determinada. ¿Por qué desde antes del nacimiento la cultura establece las bases del género? Aunque el cromosoma Y prescribe el sexo genético antes del nacimiento, los avances tecnológicos para saber el sexo del niño a través de ultrasonidos, a la vez que describen el sexo del embrión, decretan el género del infante por lo que tiene entre las piernas, por la ausencia o presencia del miembro viril. Badinter (1993) asegura que los hombres engendran a los machos, tanto en el ámbito biológico como a nivel psicosocial. El espermatozoide que fecunda al óvulo posee el cromosoma que determina el sexo del embrión, si porta el cromosoma X da una hembra y si tiene el cromosoma Y el producto es un varón. La diferenciación del feto macho comienza hacia el día cuarenta después de la fecundación.

Genéticamente los hombres y las mujeres son iguales en un 99.7%. El macho XY tiene los mismos genes que el embrión femenino XX más algo. Hacia las primeras semanas las dos células fecundadas XX y XY son idénticas, el sistema embrionario se orienta hacia la producción de hembras. El sexo genético no los distingue por sí mismo, para ello es necesaria la actuación de la testosterona para determinar el sexo gonádico. La gónada masculina es el testículo, en tanto la gónada femenina es el ovario. Si el gen SRY inyecta la testosterona, la célula fecundada producirá un macho, sin embargo, si la información genética falla y el gen no suministra la cantidad de testosterona necesario, el huevo no producirá la gónada masculina o testículos, por lo cual se mantendrá con su sexo gonádico femenino aunque hereditariamente tenga un sexo genético masculino. Algunos de estos casos derivan a pseudo hermafroditismo y el síndrome Klinefelter que afecta a un hombre de cada 500[2]. Algunas mujeres poseen el sexo genético masculino, pero no tienen testículos ni órganos sexuales internos ni externos acordes a su sexo genético. Tienen el sexo gonádico femenino porque tienen la gónada femenina: el ovario; pero tienen el sexo genético masculino. En estos casos generalmente son estériles. En tanto, existen casos de hombres con testículos atrofiados y penes pequeños con problemas de esterilidad. Es, por tanto, que el sexo gonádico es determinante ya que determina el sexo corporal, los órganos internos, externos, los caracteres sexuales secundarios posteriores y el sexo legal. Si sexo gonádico ordena inyectar la cantidad suficiente de testosterona se desarrollará un macho[3]. Por lo que conseguir un macho es una lucha a cada instante, el menor quebranto testicular pone en peligro a la célula fecundada de ser feminizada. La célula masculina XY tiene que enfrentarse activamente a la realización del sistema femenino por lo que el macho se construye contra la feminidad original del embrión.

La fragilidad es una constante en el embrión, el feto y el recién nacido masculino. La mortalidad infantil de los niños es superior a la de las niñas. En el útero mueren más niños que niñas y la seguridad social francesa paga 1714 francos más por un niño que por una niña en el primer año de vida. Pese a que nacen más niños que niñas –de 104.4 a 108.3 por cada 100 niñas–, a los 60 años quedan 92 hombres por cada 100 mujeres –aproximadamente, según país y época–. Los hombres viven una media de ocho años menos (en los países latinos con amplia tradición machista, 10 años menos) por trastornos relacionados a la imprudencia que afectan más a los hombres que a las mujeres. Asimismo, el número de transtornos psiquiátricos entre los hombres es mayor que en las mujeres. El travestismo, la transexualidad, las disfunciones sexuales, el alcoholismo, el tabaquismo y otros padecimientos inciden principalmente entre los hombres. Eisenberg revela que quizá la vulnerabilidad de los machos se deba a la esencial fragilidad física del cromosoma Y –ya que el macho sólo posee un aleolo X no conserva la capacidad de equilibrio presente en la combinación XX–, o tal vez a la exposición de la sustancia masculinizante de la testosterona de la que se encuentran exentas las células XX femeninas (Chevallier, 1988; Ruffié, 1986; Censo francés, 2000; Badinter: 52).

Analizando la figura masculina en la sociedad contemporánea, Badinter (: 160-161), reconoce que el ideal masculino tiene cuatro consignas básicas:

1. No ser afeminado. El verdadero hombre carece de toda feminidad, exigiéndosele que renuncie a una parte de sí mismo cuando se le reprime la capacidad de afecto y su lado humano. La ternura y la sensibilidad están del lado de lo femenino. El hombre ante todo deberá demostrar que no es un bebé, una mujer o un homosexual. En este sentido, la homosexualidad se ha confundido con afeminamiento, con un parecido grotesco hacia la figura de la mujer, enfatizando en las características más nefastas atribuidas a lo femenino.

2. Debe ser una persona importante, un pez gordo. La hombría se mide por el éxito, el poder y la admiración que causa en los demás. El mandato consiste en la superioridad con respecto a los demás. Ser importante justifica el reconocimiento que el hombre trata de buscar siempre con el trabajo y el éxito económico para llegar a ser “un gran hombre”. El trabajo masculino es la producción, mientras que para las mujeres es la reproducción. La apropiación del ámbito público supone un imperativo de éxito ante la mirada de los demás hombres.

3. Ser fuerte como el roble. El hombre tiene la obligación de ser totalmente potente, independiente, poderoso, autónomo e inconmovible con el fin de no mostrar ninguna señal de debilidad femenina. Frases como “los hombres no lloran”, “aguántate como los machos”, demuestran el deber de la resistencia y el aguante aún en contra de sus propias fuerzas, manteniendo una actitud totalmente firme que puede llegar hasta la intransigencia.

4. ¡Todos al diablo! Insistiendo en la consigna de ser el más fuerte de todos, utilizando la violencia si es necesario. El hombre es culturalmente violento ante la necesidad de demostrar su frágil identidad. La prueba continua de la masculinidad dudosa obliga a dar muestras públicas por lo que puede cometer imprudencias, abusar del poder, humillar al débil y someter a quien considera su amenaza. Este hombre, más parecido a la imagen del cowboy de Marlboro o de Rambo o Terminator es un duro entre los duros; preparado más para la muerte que para el matrimonio y el cuidado de sus hijos. Según Badinter, un “mutilado de afecto”. Tal mutilación tiene su origen en los primeros años de vida en los cuales el niño tiene que “cortar” con la parte femenina heredada de su madre para someterse al duro trabajo de ser hombre.

La influencia de los primeros años de la vida es determinante para cualquier ser humano, en el hombre la separación de la madre supone la propia individualidad y la diferenciación de género. “No se puede ser hombre sin renunciar a la madre, sin cortar los lazos de amor de la infancia” decía Roth (citado por Badinter: 80). La virilidad es, en principio, decir no a la propia madre, para poder decir no a las demás mujeres. Esta teoría acusa la presencia de la culpabilidad por la traición a la madre, a la cual ama y teme, la cual es sustituida por agresividad y odio, a ésta y a las demás mujeres.

Chodorow (1978) señala que en el inconsciente se acuña la separación de la madre, intensamente dolorosa. Esta madre, que es amada, necesariamente también es odiada. Según la autora, el miedo y aversión culturalmente universales hacia lo femenino es el resultado de la transferencia de este odio hacia la madre a todas aquellas que llegan a representarla, es decir, las mujeres en general y todo aquello asociado al lado de lo femenino, como los homosexuales. La historia, para el feminismo psicoanalítico, tiene el significado de volar de la madre y repudiarla para convertirse en hombre. De acuerdo con el planteamiento de la escuela feminista psicoanalítica encabezada por Chodorow, el desarrollo de su “masculinidad” exige que el niño suprima la feminidad que lleva dentro mediante el repudio de cualquier vinculación o identificación con la madre. Para hacerse un “hombre” debe aprender a simbolizar su otro primero y más significativo como un objeto absolutamente separado, alienado, con el que no se puede establecer ninguna conexión ni comunicación.

Dado que la “masculinidad” se define mediante la separación, la relación misma que las mujeres perciben como algo esencial para la realización de su identidad de género de forma muy característica será experimentada como una amenaza para la identidad de los hombres. Los varones intentan preservarse de este peligro evitando relaciones íntimas o transformándolas en “relaciones homosociales” en las que el yo establece la invulnerabilidad consiguiendo distancia y control de los otros. Tal es el caso del miedo inconsciente hacia el contacto con hombres homosexuales, a quienes considera peligrosos, cuya homosexualidad resulta contagiosa y un mínimo acercamiento le significaría poner en duda su virilidad.

Para Chodorow compartir la paternidad es la llave que permite superar la dominación masculina. La lucha del patriarcado es una lucha por una civilización sin dominación. Badinter arguye la importancia de reinventar al padre mediante el reconocimiento que los hombres engendran hombres. El hombre no nace hombre, se hace; y lo hacen los mismos hombres, a través de la educación y el sistema cultural. Puesto que, según Badinter, cuando los hombres se dieron cuenta de la gran desventaja de la naturaleza al no poder parir a sus propios hijos, crearon un paliativo cultural de gran envergadura: el sistema patriarcal. Es por eso la enorme necesidad de decir adiós al patriarca y reinventar al padre y la virilidad que conlleva.

La visión constructivista de la masculinidad se opone radicalmente a la perspectiva biologista y esencialista que sugieren que la diferencia entre hombres y mujeres se basa en la distinción física por la presencia del miembro viril, la fuerza y resistencia. Tal idea se confirma con la presencia de huesos más largos, músculos más duros, talla y peso mayores. Sin embargo, el mito de la fortaleza masculina se desploma al constatar los mayores índices de mortalidad de los fetos, niños y adultos masculinos. Estos datos demuestran la fragilidad masculina. De igual forma, los hombres no libran duras batallas físicas como la resistencia al parto y la menstruación que suponen una batalla contra la muerte a sangre fría[4].

En estos planteamientos se concibe al hombre como un ser mutilado de una parte original femenina, un sujeto negado a una parte de sí mismo –la ternura, el afecto–, con una serie de características menos. Pero, también se puede observar que entre hombres y mujeres las diferencias son mínimas, sólo que el hombre tiene algo más. Ya sea un cromosoma, un sexo gonádico, un miembro viril, una concepción de sí mismo diferente, un sistema androcéntrico que lo marca, un contrato entre hombres que lo determina, un secreto que origina el patriarcado, etc. Un hombre es alguien con algo de menos y más de algo. Dado a que la masculinidad es un acto continuo de demostración, de prueba constante. Al parecer es un asunto que preocupa más a los hombres que la feminidad a las mujeres.

Tradicionalmente, un hombre es la combinación de determinadas características humanas, menos aquellas que se le amputan por ir en dirección de lo que se le atribuye a las mujeres. Se le enseña a reprimir la afectividad, la ternura, la cercanía y el interés en el ámbito doméstico. En cambio, se le promueven cualidades o defectos como la competitividad, la ambición, la agresividad, la organización, el mando y la intervención pública. Al modelo de “hombre” habrá que añadirle los modos de opresor o dominante con respecto a los sujetos que no cumplen con la fórmula de varón: mujeres y disidentes sexuales. A la consigna de “ser hombre” se dan usos neutros al interior del grupo de hombres. Muestra de ellos es la homosociabilidad presente en los deportes como el fútbol, la euforia del triunfo, la cooperación en el trabajo, la alianza entre ellos cuando salen de juerga o van a una casa de citas, incluso se dan algunas muestras permisivas de afecto entre padres, hijos y familiares cercanos.

Según Alsina y Borràs (2000) la virilidad representa una prisión para los hombres, una prueba continua. La masculinidad es educada en preceptos que se concretan en frases como “los hombres de verdad hacen… o no hacen…”, el modelo educativo está basado en éxitos, triunfos simbólicos y en pruebas que han de ser superadas. Para Marques (1991), los hombres tienen sus propios héroes a quienes imitar, y traidores e impíos a quienes despreciar. Para ello, la masculinidad tiene que ser afirmada. La conducta del varón con respecto a la sexualidad responde no sólo a la búsqueda del placer, sino también a la conservación de la auto imagen y la imagen masculina que tienen los demás de él. Para un hombre, la identificación social entre heterosexualidad e identidad masculina se ponen en crisis cuando otro varón le propone un encuentro sexual. Para él, no comete simplemente un error, sino una injuria. Cuando existe una imposibilidad de autoafirmación, la impotencia conduce a la agresión y la violencia. La impotencia es la ausencia de poder. El hombre violento es un hombre que no tiene poder; que se afirma a sí mismo –y ante los demás– a través de la agresión.

Para Kimmel (1997) la característica continua de la virilidad es el miedo. Para la mayoría de los hombres ser considerado “poco” hombre es un terror que impulsa a afirmar la propia masculinidad y negar la hombría de los otros. Constituye una inútil forma de probar lo imposible: que se es totalmente hombre. La masculinidad constituye una defensa contra la potencial amenaza de humillación ante los ojos de los demás hombres, una coacción que podría llevar a un sujeto a avergonzarse de sí mismo. Brito (2002) asevera que, la sexualidad es uno de los ámbitos en los que un varón se prueba a sí mismo y a los demás como “hombre”. La mayoría de los machos todavía creen que las conquistas sexuales les dan reputación: a mayor número de relaciones sexuales, mayor cantidad de condecoraciones de hombría. De hecho, no importa la orientación sexual, lo mismo ocurre en heterosexuales como en homosexuales. Brito asegura que muchos varones creen que si no dominan sexualmente, no funcionan como hombres. La obsesión por gobernar en la cama hace de muchos hombres pésimos amantes. Castañeda (2002b) sostiene que la identidad masculina está estrechamente relacionada a la sexualidad. El verdadero hombre se define, ante todo, por su desempeño sexual. El hecho de mostrar mayor preocupación por el rendimiento sexual, que por establecer una buena comunicación con su pareja, conduce a los hombres una pobre habilidad erótica. Según Castañeda la duración promedio de la relación sexual en México y los países latinos es de tan sólo 9 minutos, la mitad de la media mundial, según la encuesta Gallup y datos de la OMS.

Sexualmente, los hombres están más ocupados en poseer, ostentar y dominar, que en satisfacer a su pareja; en demostrarse a sí mismos su potencia sexual. Para Clare (2002) la relación de los hombres con el sexo es a menudo más con ellos mismos que con sus parejas, quienes son únicamente siervos sexuales. Aunque generalmente no son plenamente conscientes, los hombres asocian el sexo con el poder más que con el amor. El valor que los varones atribuyen al pene es el signo esencial de su poderío. De hecho, para la mayoría los hombres no hay sexo sin penetración. La relación hombre-pene se demuestra en el acto sexual, que parece ser un contacto entre el hombre y su propio miembro. La unión sexual entre una mujer y un hombre es esencialmente triangular, cuyo tercer elemento es el órgano masculino. En el coito el hombre ve un pene frente a él, mientras las mujeres ven un hombre detrás de un pene.

De la misma manera, la prohibición de la feminidad hace que muchos varones rechacen que su pareja les acaricie las nalgas o los pezones por considerarlo un atentado a su virilidad, cerrando de golpe el diálogo sexual y la exploración erótica. No obstante, pese a la gran importancia que los hombres otorgan a la penetración, ésta se vuelve contra ellos. En primer lugar porque el coitocentrismo no deja espacio a la exploración de otras partes del cuerpo ni a las fantasías. Y posteriormente, porque la potencia sexual, al ser un objeto de enorme preocupación, se convierte en uno de los factores que contribuye a los principales trastornos sexuales masculinos, tales como la impotencia, la eyaculación precoz y la disfunción eréctil. Otras consecuencias nefastas del machismo a la estructura psicológica son la insatisfacción sexual, la falta de comunicación, la desdicha entre las parejas y, además, la práctica de actividades sexuales no protegidas que atentan contra la salud.

Bourdieu asegura que el órgano sexual es el principio y final de todas las diferencias. En consecuencia, el orden masculino prescinde de cualquier justificación de su supremacía, no requiere legitimarla. La categoría masculina se apropia de la ciudadanía en todas sus facetas: desde la capacidad de hablar hasta el uso del derecho. El instrumento político de los hombres ejecuta el uso de la palabra desde una concepción neutra del género, como si fuera el representante de la humanidad, en una muestra de expropiación del lenguaje y la comunicación humana. La división de los sexos se fundamenta en el mito de la diferencia anatómica y se instaura en el orden jurídico de la sociedad. A raíz de ello, inserta un sistema de oposiciones análogas de manera objetiva y subjetiva que separan el orden de las entidades y las actividades. Algunas de las dicotomías empleadas son alto/bajo, arriba/abajo, delante/detrás, derecha/izquierda, recto/torcido, seco/húmedo, claro/oscuro, fuera (público)/dentro (privado), salir/entrar. Éstos contrastes suministran una fuente inagotable de metáforas con múltiples afinidades y correspondencias. De esta manera, la división de los sexos tiene una equivalencia subjetiva en la división de las cosas y el trabajo (Bourdieu, 2000).

El cuerpo mismo tiene una categorización dentro del orden dividido de las cosas y las actividades. Tiene una parte delantera, que representa un lugar de diferencia sexual, en ella se reconoce la distinción anatómica entre varones y mujeres, bajo la ausencia o presencia de un órgano. Dar la cara, estar de frente o enfrentar alguna amenaza está correspondido a los varones; mientras que la parte trasera es potencialmente femenina. El lenguaje coloquial ofrece expresiones como “dar la espalda” o “dar las nalgas” para mostrar la pasividad, la subordinación, el desprecio y el sometimiento.

El rechazo a la sexualidad homosexual masculina seguramente está fundado en el horror de imaginar el coito por la parte posterior del cuerpo, en la retaguardia. Aunque Freud asegura que una de las primeras fuentes de placer en el recién nacido está en el esfínter y el proceso de desarrollo psicosexual pasa por las etapas oral, anal y genital, el tabú del sexo anal se materializa como una forma de dominación. Antiguamente, los prisioneros de guerra eran sodomizados para demostrarles quién había vencido. Incluso desde la época de Aristóteles se conoce que los mamíferos superiores realizan el sexo anal como un simple y natural intercambio sexual; o como una manifestación de poder; en la cual, el perdedor de una contienda se arrodilla para ser penetrado simbólica o realmente por el vencedor.

De tal forma que la función anal representa una contradicción intrínseca. A la vez que el ano es órgano secretorio de sustancias, es, además, una fuente de placer sexual neonatal que posteriormente la cultura prohíbe, considerándolo un punto de resistencia y dignidad. El papel del recto es vital puesto que ejecuta actividades digestivas imprescindibles; un alivio de funciones digestivas. La proctología es el estudio de los padecimientos del recto y del ano. Bonfil (1999) sostiene que la medicina define al recto como la vía de excreción de las heces y al ano como el punto de salida de un trámite fisiológico inevitable. Sin embargo, no dice ni una palabra sobre el placer, ni ofrece ninguna explicación sobre por qué toda la gente, niños y adultos, hombres y mujeres, de todas las culturas, experimentan placer cuando se tocan o cuando se les estimula ese territorio anal.

Según Bonfil, el prejuicio es totalmente enérgico al determinar que un hombre nunca debe inspeccionar o ver su región anal, mucho menos encontrar placer en cualquier contacto propio o ajeno con su ano. La alta prevalencia de cáncer de próstata es consecuencia de la negación de los hombres de ser revisados por un proctólogo. Morin (1998) asegura que la próstata es un punto de placer cuando es estimulado. Los hombres y las mujeres aumentan la sensibilidad de la región anal con la excitación sexual por una sencilla explicación biológica: en el músculo anal o esfínter externo y en el perineo (entre el ano y los testículos, o la vagina) se concentran una gran cantidad de terminaciones nerviosas que son específicamente sensibles a la estimulación manual u oral. Morin asegura que el masaje prostático es un placer exclusivamente masculino, en el caso de los homosexuales se realiza por la introducción del pene en el músculo anal friccionando la región prostática. Los prejuicios en torno a la sexualidad anal no sólo prohíben tales prácticas, sino generan las condiciones para la propagación de infecciones de transmisión sexual. De tal forma que la negación del placer anal genera un peligroso desconocimiento sobre su vulnerabilidad frente a los condilomas, el herpes, la gonorrea, la clamidia, la sífilis y el Vih/Sida.

Algunos hombres consideran que pueden realizar prácticas con otros hombres sin ser cuestionada su virilidad mientras no desempeñen la función pasiva. Castañeda (2002b) se ha percatado que el rechazo a la conducta homosexual es consecuencia de un terror a la confusión del género y una serie de descripciones muy rígidas sobre cómo debe ser un hombre y una mujer. Para la autora, el machismo se explica en una polarización extrema entre lo masculino y lo femenino. Etimológicamente la palabra macho tiene varias acepciones. La primera, del latín masculus, músculo; haciendo referencia tal vez a la superioridad muscular del hombre sobre la mujer; el segundo sentido, del latín mulus, mula; a través del portugués antiguo muacho; eufemismo en el que se reconocen las cualidades zoológicas de los hombres como unas mulas. Sin embargo, la palabra macho antes de su significado sexista, evocaba la nobleza masculina. Vicente T. Mendoza en su ensayo El machismo en México, establece una distinción entre dos clases de machismo. El primero y auténtico se define por el valor, la generosidad y el estoicismo masculinos; mientras que el segundo, esencialmente ilusorio, se cimienta en las apariencias: parecer hombre, no serlo realmente. En este caso la cobardía se esconde detrás de los alardes. Mendoza revela el dualismo significativo de la palabra machismo, que a través de la historia pierde una de sus acepciones.

Gutmann (2002) sostiene que, para la mayoría de los ancianos y algunos hombres de comunidades poco escolarizadas, la palabra conserva su sentido positivo, refiriendo a la responsabilidad masculina; persistiendo los aspectos que distinguen los verdaderos machos de antaño y los machos payasos del presente. Según Gutmann (2003), el uso peyorativo de la palabra se mostró en 1993, cuando Bush padre bombardeaba Irak y acusó a Saddam Hussein de ser macho. Nunca se había escuchado a ningún jefe de estado acusar a otro de ser macho. Eso da idea de lo extendido del uso del término y la versatilidad de significados.

El machismo, como extensión de la masculinidad, afirma que un varón para ser un verdadero hombre debe ser todo lo contrario a una mujer, lo cual acaba por crear mitades de personas, personas mutiladas de sus características tiernas o amorosas, puesto que los hombres no pueden permitirse ningún atributo “femenino” y las mujeres no pueden permitirse ninguna conducta “varonil”. Este pensamiento ha generado una sociedad donde los hombres no cocinan y las mujeres no cambian una bombilla. Asimismo ha provocado una homofobia muy arraigada en la cultura.

Para Castañeda (2002b) la separación de la vida en áreas masculina y femenina es totalmente absurda y carece de sentido. El machismo visible es el tradicional, con prohibiciones explícitas como la proscripción de la homosexualidad. Incluye el maltrato físico y la obligación de las mujeres de tener relaciones sexuales contra su voluntad. En cambio, el machismo invisible es más profundo, utiliza mecanismos de coerción psicológica como la descalificación constante: “las mujeres están mal de la cabeza”, “no sirven para hacer estas cosas”, “los homosexuales son una amenaza”. El aparato de poder hace uso de cierto lenguaje o del silencio para castigar a las mujeres retirándoles la palabra y retirarlas del espacio público.

El machismo invisible incluye la coerción psicológica y la división en masculino y femenino de todas las áreas de la vida. Es muestra del sexismo más etéreo, más moderno, aunque no menos dañino. Aunque actualmente ya casi ningún hombre se jacta de pegar a su mujer, sí se vanaglorian de golpear homosexuales. Castañeda manifiesta que a pesar de que han habido algunos logros para las mujeres todavía persiste la distinción entre lo que los hombres pueden hacer y lo que les toca a las mujeres. Por ejemplo, algunos hombres que viven en pareja pueden ir al supermercado, pero no lavan los excusados. Actualmente la situación está cambiando poco a poco, ya que algunas mujeres están accediendo a puestos de trabajo considerados “masculinos”. Sin embargo, el cambio no ha llegado solo. La incorporación de las mujeres al trabajo remunerado ha cuestionado su “derecho” a la maternidad y ha permitido una transformación de la vida cotidiana. Sin embargo, aún no se ha logrado la igualdad. Para alcanzarla es necesario que los hombres compartan las labores “de mujeres”, como cuidar a los hijos o dedicar tiempo a la casa.

En cuanto a los logros de la diversidad sexual se puede decir que, aunque ya no existe la brutal represión contra lesbianas, gays, transexuales y trabajadores/as del sexo, las formas sutiles de discriminación se multiplican. En el caso de lesbianas y gays, Bélgica, Alemania y Canadá han reconocido el derecho al matrimonio, pero aún no a la adopción; salvo en el caso de Holanda, que es el único país en el mundo que reconoce el matrimonio homosexual con derecho a la adopción. En España algunas provincias como Cataluña, Navarra, Madrid, Asturias, Baleares y Euskadi han conseguido el registro de parejas del mismo sexo, sin ninguna validez práctica como el derecho a herencia o pensión de viudez en caso de fallecimiento, dar de alta a la pareja en la seguridad social, realizar conjuntamente la declaración de impuestos, adquirir la nacionalidad española de la pareja extranjera, bonificaciones en transportes, etc. La ley de parejas de hecho más avanzada en España es la de Euskadi-País Vasco, que otorga el derecho de protección a las uniones gays de la tercera edad y el derecho de adopción, aunque, todavía ninguna pareja haya solicitado la adopción de un niño.

Al parecer se ha “logrado” la aparición en los medios de comunicación de personajes homosexuales ridículamente estigmatizados, además, un floreciente comercio rosa dirigido a los potenciales consumidores gays, zonas toleradas de esparcimiento homosexual y la salida del armario de personas de la iglesia, la política, el ejército y la guardia civil (todos hombres). De los cuales casi ninguno representa un ejemplo para su comunidad. Sin embargo, aún no se han conseguido los derechos básicos de la ciudadanía como el derecho al matrimonio, la adopción o el simple hecho de ser considerados humanos.

Con respecto a las personas transexuales, pese a que en Andalucía, España, la seguridad social cubre la operación de cambio de sexo, en las demás comunidades cada persona costea su tratamiento hormonal, psicológico y médico. El registro civil no permite el cambio de nombre masculino a femenino o viceversa, ni el cambio de sexo en la documentación sin la costosa operación de cambio de sexo. Algunas personas sólo logran cambiar su nombre por otro ambiguo como Trinidad o Reyes. El acceso a trabajo no sexual es sumamente difícil para mujeres transexuales (de hombre a mujer) y el derecho a la vivienda es igualmente complejo porque no poseen la documentación acorde a su género.

Desde luego que frente a las condiciones represivas actuales existen mecanismos para escapar de los roles tradicionales del machismo. Por ejemplo, en las parejas homosexuales se rompen muchas reglas implícitas. Según Castañeda, los hombres gay van a la vanguardia de una nueva masculinidad, ya que están más favorables a desarrollar su vida afectiva y expresar sus emociones. Aunque existen algunos gays misóginos, la mayoría son capaces de afianzar amistades profundas con mujeres sin que haya de por medio interés sexual. Las personas de la diversidad sexual tratan de cruzar la frontera entre lo masculino y lo femenino, que toda sociedad sexista impone para acatar las representaciones tradicionales. Para Castañeda, en una pareja gay o lesbiana no está dicho quién lleva el coche al taller y quién lava los cacharros, en su mayoría todo hay que negociarlo. Lo significativo es que estas parejas forman el único tipo de pareja abierto a negociación. Sin embargo, para Bourdieu las cosas no son tan positivas. Advierte que algunas veces, los propios gays y lesbianas reproducen los mecanismos dominantes de los estereotipos ya que fueron educados como heterosexuales. Algunas veces aplican a sí mismos los principios opresivos al reiterar los principios gay activo/pasivo o lesbiana camionera/femenina. Asimismo, al reconocer que la homosexualidad es una construcción social, una creencia, un acto de fe. ¿El movimiento homosexual se contentará con invertir el signo de estigma como un emblema de orgullo al estilo gay pride? Quizá el reconocimiento de la diferencia sexual como un derecho a la igualdad conduzca a la desaparición de los estereotipos. Annik Prieur (1996) asegura que en los países donde existe el matrimonio homosexual las parejas de gays y lesbianas no muestran las evidencias de la dicotomía activo/pasivo, se muestran como relaciones de casi gemelos en las que es imposible hallar los signos que recuerden la división de masculino/femenino. Esto hace suponer que mientras los patrones de género sean más rígidos y socialmente sea prohibida la homosexualidad, serán más visibles los gays muy femeninos y las lesbianas muy masculinas; en tanto la legitimación de la unión homosexual desaparece tal distinción, provocando una indiferencia entre la propia diferencia.

Para Castañeda (2002a), los cambios sociales como la lucha de las mujeres y de la diversidad sexual sugieren que el machismo desaparecerá no porque nos parezca injusto o desagradable, sino por obsoleto. Puesto que es un obstáculo a las relaciones sociales, económicas y laborales del mundo moderno. El machismo es evidentemente incompatible con una sociedad democrática ya que el macho no rinde cuentas, no da explicaciones, no acepta críticas.
La conservación del hombre mediante la negación del deseo homosexual

La supervivencia de los hombres en el campo de la masculinidad se basa, entre otras cosas, en negar el propio deseo hacia personas del mismo sexo. En consecuencia, el homosexual es el sujeto que se niega a sí mismo, quien tiene prohibido describirse a sí mismo. El término “homosexual” tiene que ser atribuido por otras personas. La autonegación es el requisito indispensable para la sobrevivencia (Butler, 1997). Hacer referencia a la propia condición es interpretado como conducta homosexual. No es posible concebir la idea “soy homosexual, pero no ejerzo”. Para Butler, la autodefinición homosexual es interpretada explícitamente como una conducta contagiosa y ofensiva. La frase “soy homosexual” no sólo es descriptiva, sino que también demuestra la conducta homosexual. La enunciación de la propia homosexualidad atribuye precisamente aquello que dice. Es más, la afirmación “soy homosexual” es, pues, increíblemente malinterpretada como “te deseo sexualmente”. La expresión que se realiza en primera persona y de manera introspectiva, se toma por una afirmación que anuncia el acto en sí mismo, la intención de actuar: el vehículo de la seducción. Si la frase “soy homosexual” se tomara como lo que realmente es, se consideraría como la manifestación pública del significado cultural y político del deseo entre personas del mismo sexo. La práctica de la homosexualidad no es la experiencia sexual en sí misma, sino el ejercicio discursivo que le hace tener significado.

Sin embargo, como advierte Freud en Tótem y tabú, la mención de los nombres prohibidos es temida por el miedo a desencadenar las pasiones profundas contenidas por el silencio. La represión de la homosexualidad masculina tiene como objetivo la conformación de la hombría y la estabilidad del sistema de género. Con lo cual la feroz represión a nombrar la homosexualidad es el miedo atroz a liberar la homosexualidad contenida. En consecuencia, un “hombre” es un homosexual que se niega a sí mismo (Butler: 20).

La sublimación de la homosexualidad se produce a través de la represión del deseo homosexual. Esta sublimación del deseo homosexual es de suma importancia porque garantiza la pertenencia social y la ciudadanía –la adhesión a la ley y su incorporación. El temor del sistema se expresa al afirmar que la cohesión social requiere la prohibición de la homosexualidad, puesto que si los hombres hablan de su homosexualidad esto amenaza con destrozar la homosociabilidad que fusiona a la clase masculina. La cohesión se describe como un mágico no sé qué que mantiene unidos a los varones. Por otro lado, el sistema controla al sujeto homosexual a través de la culpabilidad y el miedo. Butler sostiene que la insatisfacción provocada por el incumplimiento de la norma heterosexual se transforma en sentimiento de culpa que genera el terror de perder el amor del prójimo, el castigo de los padres y la censura social. De modo que la prohibición se convierte en el territorio y la satisfacción del deseo. Según Freud la prohibición no pretende la destrucción del deseo; por el contrario, hostiga la reproducción del deseo prohibido y se incrementa mediante las renuncias que realiza. Esto significa que nunca se renuncia al deseo, sino que se reafirma y se preserva en la propia estructura de la renuncia. La prohibición rechaza y consiente el deseo homosexual simultáneamente.

La declaración de la homosexualidad perturba la integridad y los fundamentos del orden social, con lo cual la represión del discurso homosexual garantiza la sociabilidad mientras ésta permanezca en silencio. El hecho de decir que se es homosexual no es en sí mismo un acto homosexual, ni mucho menos un ataque homosexual. Para Butler, la homosexualidad sólo es un comportamiento sexual en un sentido muy restringido, ya que subyacen representaciones en torno a ella que no son propiamente homosexualidad. Nombrar esta palabra ataca las fronteras de lo social; se malinterpreta como una seducción o una agresión, se entiende que es realizado y transmitido –bajo la metáfora del sida–, en un intento de reducir la homosexualidad dentro de un conjunto patológico de figuraciones que la define como una acción agresiva y contagiosa. El oído paranoico cierra la brecha entre la verbalización de un deseo y el deseo que se verbaliza.

El imaginario colectivo limita el estallido de la homosexualidad porque concibe la propia palabra como un fluido peligroso, una sustancia contagiosa, implícitamente comparada a partir de la metáfora del sida, y creerá que se “transmite” como si fuera una enfermedad. La afirmación “soy lesbiana” no es en cierta forma un acto, sino una forma de hablar ritual que tiene el poder de ser lo que se dice, no una mera representación de la sexualidad, sino un acto y, por tanto, una ofensa; cuyo peligro radica en la posibilidad de contagio. Butler reitera: Si digo “soy homosexual” delante de ti, tú te ves envuelto en la “homosexualidad” que yo expreso; se supone que lo dicho establece una relación entre el hablante y la audiencia, y si el hablante proclama su homosexualidad la relación discursiva es constituida en virtud de esa manifestación, y esa misma homosexualidad es transmitida en un sentido transitivo (: 25).

Butler descubre interesantes revelaciones sobre la masculinidad:

] En primer término cuestiona si la prohibición de la homosexualidad es la homosexualidad en sí misma: ¿con cuanta precisión puede interpretarse el sentirse despreciado u ofendido como una variante de la homosexualidad? La homofobia que se manifiesta en el desprecio, la ofensa, es la forma externa imaginada que adopta la prohibición contra la homosexualidad.

] La vulnerabilidad social del homosexual a la ofensa es proyectada en una opinión generalizada de los Otros como seres con un comportamiento represor y despreciador. En la idea de los Otros como seres que regulan, observan y juzgan descansa la fragilidad de los homosexuales.

] La sublimación psíquica de la homosexualidad crea la noción de lo social, un escenario imaginativo que se convierte en la “conciencia”, y que prepara al individuo para la cohesión social sobre el que se sostiene la ciudadanía –la incorporación a la ley y su adhesión.

] El desprecio y las ofensas no son sólo los efectos de un deseo que se ha vuelto sobre sí mismo, y el efecto de los juicios de Otros. Más bien, es la coincidencia del juicio de Otros y ese volverse contra sí mismo lo que conforma el escenario imaginario del deseo condenado que registra psíquicamente las ofensas y el desprecio (: 28-29).

No obstante, Butler concluye que los sentimientos homosexuales son necesarios para el amor a la humanidad en la forma en que éstos se “combinan” eufemísticamente con los instintos de la propia conservación para producir “hombres”. La conservación del “hombre propiamente dicho” depende de desviar y mantener desviada su propia homosexualidad. El ideal del yo (o concepto de sí mismo) se forma mediante la eliminación de grandes cantidades de deseo homosexual. Sin embargo, esta homosexualidad no es sencillamente reprimida o desviada, sino que se vuelve siempre sobre sí misma. El ideal del yo en la homosexualidad y su prohibición se “combinan” en la figura del sujeto heterosexual. En este sentido es interesante subrayar que en la teoría queer la desviación se produce, a diferencia de lo planteado por Goffman, Durkheim o Merton, a través de desviar el natural deseo homosexual para crear “verdaderos hombres”.

Las normas de género funcionan exigiendo la encarnación de algunos ideales de feminidad y masculinidad, que casi siempre van unidos a la idealización de la unión heterosexual. En esta acepción la enunciación preformativa: “¡Es niña!”, anticipa el decreto: “Yo os declaro marido y mujer”. De ahí, la delicia de los cómics en los cuales se replica por primera vez al bebé de la forma siguiente: “¡Es lesbiana!”. Según Butler, lejos de ser una broma esencialista, la apropiación queer de la expresión preformativa imita y expone tanto el poder vinculante de la ley heterosexualizante como su expropiación (: 65-66). Dar nombre a la niña es el comienzo del proceso por el cual se impone la “feminización”. La feminidad no es el producto de una elección, sino la llamada forzosa de una regla cuya compleja historicidad es inherente a las relaciones de disciplina, regulación y castigo. Este acuerdo a las reglas del género es necesario para que tengamos derecho a ser “alguien”. De esta adhesión a las reglas depende la formación del sujeto. Por lo tanto, el género de ninguna manera debe entenderse como una elección o un artificio que podamos intercambiar. Por lo que no es posible concebir el género como un rol o una construcción que uno se viste cada mañana. No existe ese “alguien” que va al guardarropa del género y deliberadamente decide de qué género va a ir ese día.

La libertad, la posibilidad y la capacidad de acción se establecen dentro de un seno fundado en las relaciones de poder. Sin embargo, la performatividad del género sexual no consiste en elegir de qué género seremos hoy. Performatividad es repetir las reglas mediante las cuales nos concretamos. No se trata de una construcción absoluta de una persona sexuada genéricamente, sino es una repetición obligatoria de anteriores normas que configuran al individuo. Estas normas conforman y delimitan a la persona y son también los recursos a partir de los cuales se inicia la subversión y la resistencia. En consecuencia, el género es performativo ya que es el efecto de un régimen que establece las diferencias de género de manera coercitiva. Los tabúes, las amenazas correctivas, las prohibiciones e incluso las reglas sociales, operan a través de la repetición ritualizada de las normas. Butler añade que la heterosexualidad maniobra mediante la estabilidad de las normas de género. Es por eso que la homofobia suele actuar a través de la atribución a los homosexuales de un género fallido y dañado. Designando “masculinas” a las lesbianas, “afeminados” a los hombres gay, y “pervertidos” a los transexuales. El terror homofóbico a los actos homosexuales es, en realidad, un terror a perder el propio género y no volver a ser una “mujer de verdad” o un “hombre de verdad”. De ahí que sea fundamental señalar la forma en que la sexualidad se regula mediante el control y la humillación del género (: 74).

La relación entre sexualidad y género se conforma a través de la relación entre identificación y deseo. No obstante, el discurso heterosexual exige como requisito que deseo e identificación se excluyan mutuamente: quien se identifica con un determinado género debe desear a una persona de un género distinto. Si desear a un hombre no implica necesariamente identificarse como mujer y desear a una mujer no involucra una identificación masculina, el sistema heterosexual no es más que una lógica imaginaria que continuamente reproduce su propia ingobernabilidad. La naturalización de la heterosexualidad, no es más que un espejismo. Fuss (1989) cuestiona: “¿existe acaso alguna identidad ‘natural’?”. La identidad no es más que un constructo político, histórico, psíquico o lingüístico; una muestra de ello es que para los que ejercitan la política de la identidad, la identidad determina necesariamente la acción política.

Eve Kosofsky Sedgwick en Epistemología del armario (1998) afirma que existe un poderoso vínculo entre la homosociabilidad masculina y la prohibición de la homosexualidad: el deseo intermasculino se hace legible mediante su desviación hacia relaciones triangulares que implican a una mujer. Para Sedgwick el pánico homosexual realiza un doble acto de taxonomía: por un lado señala la existencia de una minoría bien diferenciada de personas gays y, por el otro, una minoría de “homosexuales latentes” entre la población general que soportan una inseguridad sobre su propia masculinidad. Alfredo Martínez Expósito (2000) sostiene que forjamos nuestras ideas sobre la sexualidad a través de metáforas cuyos efectos no siempre son predecibles. El mismo término homosexualidad se acuña con referencia a un modelo simplista bipolar y zoológico de la sexualidad masculina. Según Martínez Expósito, la cultura occidental ha simbolizado la sexualidad en representaciones de la pareja heterosexual, que legitima su naturaleza animal por medio del concepto de amor. La metáfora implícita de la expresión hacer el amor prueba el nivel de identificación entre actividad sexual y sentimiento amoroso. Sin embargo, la actividad sexual entre varones no ha gozado de la traducción al ennoblecedor terreno de los sentimientos. Para Martínez Expósito amor homosexual encierra una contradicción, puesto que deposita un significado demasiado zoológico (incluso demasiado depravado) que no concuerda con la elevación espiritual inherente a la idea de amor. Mientras que el amor es uno de los grandes temas de nuestra cultura, el amor homosexual es uno de sus grandes tabúes.

Con respecto a la sexualidad entre mujeres, Monique Witting (1993) señala que para el sistema las lesbianas no son mujeres de “verdad”, lo que deslegitima su propio régimen de afectos y placeres. Para Diana Fuss (1993), la insistencia de designar a las lesbianas como “mujeres caídas” funciona para excluirlas de la categoría misma de la sexualidad y situarlas en el fracaso de la identificación. La etimología de cadere (“caer” en latín) nos hace pensar en cadáveres. Las identidades lésbicas son inherentemente suicidas porque impiden la entrada al mundo de la sociabilidad, la sexualidad y la subjetividad. Fuss sugiere que en el psicoanálisis los homosexuales son representados como sujetos histéricos. Ricardo Llamas (1998) en Teoría torcida sugiere que la realidad “bollera”[5] y “marica” se sitúan en otra dimensión, en otra realidad, en otro mundo. No están definidas con relación a las estructuras del “Orden”. Lesbianas y gays no dialogan con instancias de represión, sino que constituyen espacios de resistencia. Para Llamas el discurso marica/bollero tiene mucho que ver con el activismo radical de la lucha contra el Sida de Act Up y el revolucionario movimiento de Lesbian Avengers (Lesbianas vengadoras).

Rafael Mérida (2002) sostiene que el sujeto que plantea la teoría queer rechaza toda clasificación sexual. Destruye la identidad gay, lésbica, transexual, travestí, e incluso hetero, para englobarlas en un “totalizador” mundo raro, subversivo y trasgresor, que promueve un cambio social y colectivo desde muy diferentes instancias en contra de toda condena:

Ser queer no significa combatir por un derecho a la intimidad, sino por la libertad pública de ser quien eres, cada día, en contra de la opresión: la homofobia, el racismo, la misoginia, la intolerancia de los hipócritas religiosos y de nuestro propio odio (pues nos han enseñado cuidadosamente a odiarnos). Y ahora, también significa luchar contra un virus y contra los antihomosexuales que usan al Sida para barrernos de la faz de la tierra (: 13-14).

Para concluir, el estudio de la masculinidad revalora las cuestiones de género, identidades y sexualidades en un marco de agudeza crítica con la finalidad de desestabilizar no sólo al sistema, sino también a la Academia. La mayor aportación de esta materia radica en ofrecer nuevas explicaciones bajo un marco conceptual en el que confluyen el género y la sexualidad; los significados y sus resistencias para dar origen a nuevas significaciones.

No obstante, matizando sobre el peligro de designar la masculinidad como una construcción cultural, en el fondo no se hace más que negar la existencia natural o intrínseca de ésta. Es decir, el sujeto masculino no existe sustancialmente, sino significados para sus actos. En otras palabras, la condición definitoria de la masculinidad no existe en sí misma, sólo las distintas significaciones de dichos actos enmarcados en un contexto cultural. Sin cultura no hay masculinidad. Algo así plantea el feminismo al eliminar las dicotomías masculino/femenino y proponer el cyborg o la liberación del yo como ente indomable. Al destruir el binarismo se extingue coyunturalmente al hombre como sujeto. El cyborg no es real, es una metáfora más como lo es el hombre o la mujer. Algunas propuestas de los planteamientos resultan convincentes, pero desde luego no resuelven la cuestión, incluso resultan sospechosas, puesto que como decía Foucault el poder no se acaba, únicamente se transforman los medios para ejercerlo. Por tanto, masculinidad y poder están en el mismo barco. Si se de-construye la masculinidad y en su lugar se incorporan nuevos medios de manifestación como los que aporta la diversidad sexual, ¿cómo estaría garantizado el equilibrio de poder entre la masculinidad dominante y las nuevas virilidades? ¿No se trata de de-construir una categoría opresiva para construir otra igualmente asfixiante?


Bibliografía

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Sedgwick, Eve Kosofsky (1998). Epistemología del armario. Barcelona: La Tempestad.


Notas Bibliográficas:

[1] Doctor por la Universidad Complutense de Madrid, Profesor- Investigador de Tiempo Completo de la Universidad Nacional Autónoma de Hidalgo.

[2] Ane Fausto-Esterling (1993) asegura que biológicamente existen 5 sexos: intersexuales, hermafroditas verdaderos, pseudo hermafroditas, macho y hembra.

[3] Sin embargo, no habría que considerar que la testosterona es la hormona masculina y el andrógeno la femenina, puesto que en ambos sexos están presentes las dos hormonas, pero en distintas cantidades.

[4] Beauvoir asegura que en la sociedad no se otorga superioridad al sexo que da a luz, sino al que mata, penetra, invade. En cambio la mujer en la menstruación sangra, pero no muere. Sobrevive y, sin embargo, no es valorada su lucha por sobrevivir. Por tanto, el hombre se eleva sobre el animal al arriesgar su vida, no al darla.

[5] El término “bollera” hace referencia a la acción de amasar, “hacer bollos”, “hacer tortillas”, de tocar manualmente: Puesto que en las prácticas lésbicas se presume que no hay penetración, el acto sexual entre mujeres se realiza a través de tocamientos, caricias y manipulación.

Agradezco el contacto del Lic.Jorge Horacio Raíces Montero - Psicólogo Clínico
Coordinador Departamento Académico de Docencia e Investigación CHA y Miembro Consultor de OII Organización Internacional Intersexuales
http://raices_montero.zoomblog.com/
http://oii-argentina.blogspot.com/

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